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Felipe Zegarra en el recuerdo

por PÓLEMOS
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Gonzalo Gamio Gehri

Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.


El último 16 de enero falleció el padre Felipe Zegarra Russo, nuestro estimado Pipo, teólogo y profesor de tantas generaciones de estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú. En efecto, son poco menos de sesenta años de dedicado trabajo académico. Hasta sus últimos meses de vida, Felipe insistió en dictar sus clases en la PUCP y dar talleres en el Instituto Bartolomé de las Casas, a pesar de su estado de salud. La formación de los más jóvenes en la reflexión teológica y en la opción preferencial por los más pobres era una de las prioridades de su plan de vida. Los feligreses de las parroquias en las que ejerció su labor pastoral pueden asimismo dar fe de la importancia del rigor intelectual y el compromiso ético en su prédica cotidiana de la Palabra de Dios.

Es interesante y conmovedor constatar cómo Felipe constituye un ejemplo destacado de lo que significa practicar una auténtica vocación por la enseñanza y profesar amor por la Universidad, concebida como un recinto de libre intercambio de saberes y de construcción de ciudadanía. Hasta el final de su vida acudió a las aulas a impartir sus clases, a promover el diálogo con sus estudiantes y con sus colegas. Hoy, en tiempos en los que muchas instituciones de educación superior consideran que es necesario fomentar la redacción de artículos en revistas indexadas en nivel Scopus -para lograr posiciones en los rankings-, resulta fundamental dirigir la mirada a maestros como Felipe, dedicados por supuesto a la investigación y a la escritura, pero a la vez dispuestos a acometer la tarea socrática de ayudar a que sus alumnos produzcan argumentos esclarecedores sobre cómo llevar una vida con sentido y habitar una sociedad sensata y libre.

Conocí a Felipe siendo muy joven, en mis primeros años de estudiante. Había llevado un excelente curso de Teología 1 en Estudios Generales Letras con Luis Fernando Crespo a inicios de 1990 y ello me llevó a matricularme en Teología 2 con Pipo. Dedicó el curso a la reflexión sobre la relación entre teología y derechos humanos. Como Gustavo Gutiérrez –su mentor y compañero de tantas batallas intelectuales y espirituales- Felipe concebía la teología como una reflexión profundamente interdisciplinaria. En sus clases aparecían Hegel y Sartre, como también Arguedas y Mariátegui. Su vocación por hacer que la teología dialogase con la filosofía, las ciencias humanas y sociales, con las artes, era notoria y poderosa. Pensaba que la actitud arcaica de encapsulamiento de la teología la había convertido en un discurso desfasado y abstracto, parasitario de una metafísica rancia y obsoleta, e indiferente frente a la acción social. Felipe estaba convencido de que, desde la óptica del Concilio Vaticano II, la teología debía meditar los asuntos del Espíritu en estrecha conexión con el proceso de modernización de la cultura y de la sociedad. El moderno énfasis en la libertad personal, la cultura de derechos universales, el respeto de la diversidad cultural y de género, la relevancia de la especulación científica y tecnológica debían tener un lugar en la construcción de un lenguaje sobre Dios y su relación con su Creación. El Concilio Vaticano II plantea ya la autonomía de lo temporal, la separación entre Estado e Iglesia y la necesidad de cuidar de un lúcido pluralismo.

“No se trataba ni se trata exactamente de laicismo, sino de laicidad: el origen del poder no es una cesión de parte de Dios, sino la decisión de la población. No es solamente la teocracia la que ha perdido peso, sino que se asiste al surgimiento de la pluralidad en sus diversos aspectos, sobre todo los culturales y religiosos. Y la pluralidad, salvo que se mantenga el caos o, inversamente, la imposición fundamentalista y autoritaria, exige la búsqueda de consensos razonables, como los que postula, por ejemplo, la filósofa moral española Adela Cortina en diversas obras bajo la denominación de ‘ética ciudadana o de mínimos”[1].

Pero esta mirada pluralista, interdisciplinaria y autorreflexiva tiene que encarnarse socialmente. Este fue un asunto crucial en el pensamiento de Felipe. El cristianismo es un relato de encarnación. La teología no puede ser un cuerpo de doctrina abstracto y deductivo; debe hundir sus raíces en los espacios de la praxis y volver a ellos. Esta idea también se nutre del Concilio Vaticano II y se remite a las Conferencias Latinoamericanas de Puebla y Medellín.  La Iglesia nos habla de un Dios que promete vida en abundancia a sus criaturas. El Evangelio anuncia un Reino que implica justicia y fraternidad para toda la humanidad sin ninguna discriminación por razones de etnia, cultura, sexo, género o clase social. La teología se propone examinar críticamente y orientar la praxis desde el compromiso con los más débiles. La teología de la liberación constituye, en nuestro medio, una matriz de reflexión espiritual en este registro profético y contextual.

Pasaron los años y tuve la suerte de convertirme en profesor de filosofía y participar en el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación desde un Comité de filósofos que discutía ciertos conceptos éticos, jurídicos y teórico-políticos que luego fueron usados en la redacción del Informe Final. Volví a encontrar a Felipe en el curso de teología que él, Gustavo y los teólogos del Instituto Bartolomé de las Casas dictaban anualmente. El curso de aquel año 2003 se concentró en un análisis del Evangelio de Mateo con múltiples referencias a la investigación de la CVR. Recuerdo las conferencias de Felipe, así como las canciones que entonaba a viva voz durante los viajes de ida y de vuelta en el autobús. También recuerdo los chistes contados con gran maestría por Luis Fernando Crespo (debo decir que Luis Fernando es uno de los mejores contadores de chistes que he tenido la oportunidad de escuchar). Los cursos de teología eran y son una manifestación genuina de diálogo, fraternidad y anhelo de justicia y plenitud en nuestro país.

Años más tarde, en el año 2007, un grupo de profesores de la PUCP tomó la decisión de reunirse semanalmente para examinar y discutir las ideas de Amartya Sen y Martha Nussbaum sobre el desarrollo humano y el ejercicio de las capacidades humanas centrales. Había nacido del Grupo Interdisciplinario de Desarrollo Humano para América Latina (GRIDHAL), hoy IDHAL. Fue dirigido por Javier Íguiñiz y es integrado hoy por Pepi Patrón, Patricia Ruiz Bravo, Fidel Tubino, Juan Ansión, Catalina Romero, Jhonatan Clausen, Ismael Muñoz, Pablo Quintanilla, Gianfranco Casuso, Marcial Blondet, Elena Caballero, Nicolás Barrantes, Efraín Gonzales de Olarte y Arelí Valencia. Yo también formo parte de esta institución. Felipe, fue uno de los miembros fundadores, así como uno de los más entusiastas participantes en las actividades del seminario ordinario, los congresos y las publicaciones del grupo. Llevaba puntualmente el texto a discutir en cada sesión de los viernes debidamente revisado, subrayado y comentado. Su capacidad de trabajo era notable y sus aportes a las ideas planteadas desde el IDHAL eran siempre valiosos, perspicaces y llenos de humanidad.

Una faceta significativa de la vida académica y espiritual de Felipe está asociada con el Departamento de Teología de la PUCP, cuya dirección asumió en numerosas ocasiones. Hace algunos años, El entonces arzobispo de Lima, el Cardenal Cipriani –quien protagonizó un grave conflicto con nuestra Universidad que llegó a los tribunales-, decidió denegarles a los teólogos el permiso para dictar en la PUCP. Se trataba, por supuesto, de una decisión injusta, que fue revertida tiempo después.  El Departamento de Teología no dudó en invitar a profesores que estudiaban el fenómeno religioso desde otras disciplinas (filosofía, antropología, sociología, historia, etc.). A mí me convocaron para dictar el curso Ciencia, ética y cristianismo, en Estudios Generales de Ciencias. Disfruté mucho preparando e impartiendo esa asignatura, al punto que actualmente estoy culminando la redacción de un libro sobre aquella materia. Felipe fue uno de los teólogos más comprometidos con la introducción de los estudios sobre religión en el área de teología. Gracias a esta iniciativa, los estudiantes de la PUCP no perdieron la posibilidad de integrar la mirada académica sobre el cristianismo en su formación científica y artística.

Una vez que el Vaticano resolvió lúcidamente la situación de la PUCP en materia de su autonomía y administración, aquella lamentable prohibición fue finalmente anulada. Los teólogos felizmente pudieron retomar el dictado de sus asignaturas. Entonces en el Departamento de Teología se planteó la importante discusión sobre qué hacer con los cursos de ciencias de la religión. Un sector del Departamento sostuvo que la introducción de los estudios sobre la religión solo había sido una medida provisional motivada por aquella coyuntura crítica y que ahora se trataba primordialmente de “fortalecer la teología”; un segundo sector, por su parte, propuso recuperar los cursos de teología a la vez que preservar los cursos de estudios sobre la religión. Este saludable debate interno tenía (y tiene) claras implicancias epistemológicas y éticas.

Felipe asumió claramente la segunda posición. Evocando las líneas originarias de su propia formación como teólogo de la liberación, así como su convicción de que el saber teológico del siglo XXI era eminentemente interdisciplinario, defendió con intensidad la preservación de los cursos de ciencias de la religión. Para él, de hecho, “fortalecer la teología” equivalía a convertirla en un interlocutor lúcido de un diálogo de amplio espectro con las ciencias y con las artes. No tendría sentido volver a la antigua teología deductiva, de corte más bien escolástico, como algunas escuelas conservadoras han sugerido desde fines del siglo XIX. Dicho tema de conversación académica continúa y el punto de vista de los fundadores del Departamento va en dirección de la posición interdisciplinaria. Lo que está en juego, por supuesto, es el carácter de la teología como ciencia y como práctica.

Difícilmente podría comprenderse el devenir de la enseñanza de la teología en nuestra Universidad sin evocar el nombre de Felipe. Estamos hablando de una teología viva, rigurosa, interdisciplinaria, pero comprometida con las condiciones de vida de las personas, en particular los más pobres. Una teología liberadora, anhelante de justicia en un mundo complejo y desigual. Esa teología suya no podía tampoco disociarse del ser humano, de la persona misma de Felipe. Él era un buen intelectual, que proyectaba su trabajo hacia la comunidad local, regional y global. Era un buen pastor, un sacerdote involucrado con la vida y situación de cada persona que participaba en la parroquia, en la UNEC y en el MPC. Era un ser humano de bien, una persona que valoraba la amistad y que cultivaba las virtudes que engrandecen a los individuos que aspiran a alcanzar el Bien. Querido Felipe, vamos a echarte mucho de menos.


Referencias bibliográficas

[1] Zegarra Russo, Felipe “Fundamentos teológicos de los derechos humanos” en: Salmón, Elizabeth (coordinadora) Miradas que construyen: perspectivas multidisciplinarias sobre los derechos humanos Lima, IDEHPUCP 2006 PP. 49-50.

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