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El disentimiento en el Derecho (Parte 1)

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Hugo R. Gómez Apac

Profesor en la Maestría de Derecho de la Propiedad Intelectual y de la Competencia de la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Maestría de Derecho Administrativo Económico de la Universidad del Pacífico.


En primer lugar, expresar nuestro agradecimiento a la Asociación Civil Derecho & Sociedad de la Pontificia Universidad Católica del Perú por otorgarnos este espacio en la sección Mayéutica de Pólemos – Portal Jurídico Interdisciplinario, el cual nos permitirá compartir con los lectores reflexiones y análisis críticos (disentimientos) de carácter eminentemente académico respecto de la legislación vigente, propuestas normativas, resoluciones administrativas, sentencias, precedentes y aportes doctrinarios en diversos ámbitos del Derecho[1].

El nombre de la columna, más que referirse a los eventuales votos disidentes que podríamos emitir en nuestra condición de magistrado del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina, alude a una característica particular del Derecho, disciplina de la cual vivimos prendados desde hace casi tres décadas, que es la presencia de posturas disidentes, ya sea que se trate de corrientes doctrinarias antagónicas, en los estadios más avanzados de la discusión, o de simples posiciones encontradas, en los casos que la discusión recién empieza o tiene un carácter efímero o poco relevante. En cualquier caso, el disentimiento es la regla. De modo que no es para nada extraño que un jurista sostenga una teoría y que otro la contradiga, que un catedrático alegue que una figura o institución tiene determinada naturaleza jurídica para que otro se lo replique, o que un tribunal establezca un precedente de observancia obligatoria y el colegiado que lo sustituya modifique dicho precedente en un sentido completamente opuesto.

¿Por qué es tan connatural al Derecho la presencia de disidencias? Hay varios factores. En esta oportunidad nos referiremos a tres de ellos: la interpretación jurídica, la ideología del intérprete y la existencia misma de litigios o controversias.

Empecemos con la interpretación de la norma jurídica. El proceso interpretativo no es un proceso matemático que dé un único resultado. El operador jurídico tiene a su alcance varios métodos de interpretación: el gramatical (o literal), el histórico, el sistemático, el teleológico (la finalidad de la norma), el de la ratio legis (la razón de ser de la norma), el axiológico (los valores de la norma), el evolutivo (adaptar la norma a circunstancias actuales), entre otros. La utilización de un método puede llevar a un resultado distinto que el empleo de otro u otros métodos. Y no hay preeminencia entre ellos. Es falso que el gramatical sea el privilegiado, como también es falso que solo se interpretan los textos oscuros o dudosos. Hasta el texto más diáfano puede ser interpretado, y el resultado de la interpretación puede ser opuesto a lo que dice literalmente la norma. La experiencia nos demuestra que muchas veces el método literal es el más funesto, el que produce resultados absurdos que deben ser descartados, especialmente en el ámbito de la gestión pública[2].

En su razonamiento, el operador jurídico —un abogado, un juez o un profesor universitario— escogerá el método o métodos que considere pertinentes en aras de sustentar adecuadamente su posición. Si la utilización de tres métodos conduce a una interpretación distinta de la que se obtendría del gramatical, no resulta equivocado sostener que ella es la correcta, pese a que para un lego resulte arbitrario apartarse de lo que textualmente dice la norma. Imagínense un escenario en el que dos métodos nos conducen a “A”, otros dos a “B” y el gramatical a “C”. ¿Cuál es la interpretación correcta? Pues aquella que es más persuasiva[3], la que parece más lógica, la más eficiente en la solución del problema, todo lo cual va a depender finalmente de la apreciación subjetiva del destinatario de la interpretación: el juez, las partes del proceso o el estudiante de Derecho.

El proceso interpretativo es inteligencia y persuasión. Todo depende de cómo el intérprete aborde el problema, de qué métodos escoja y cómo los utilice, y de cómo hile o concatene un razonamiento convincente que genere certeza y no duda, convicción y no incertidumbre en el destinatario de la interpretación. ¿Qué métodos, términos, fuentes y silogismos utilizará el intérprete y cómo los “combinará” para persuadir? ¿Cómo armará su discurso argumentativo? No hay una sola respuesta. La interpretación ofrece varias, unas más persuasivas que otras. Y elegir la correcta es como valorar una pintura, pura apreciación subjetiva, de carácter intelectual, sí, pero subjetiva a fin de cuentas. Como ya lo manifestó Marcial Rubio, la interpretación jurídica pertenece más al ámbito de las reglas de “combinación” de colores o del juego de ajedrez, pues si bien establece requerimientos, permite flexibilidad y creatividad, de modo que más que una ciencia, es un arte[4]. Y gracias a la interpretación, el Derecho no es una disciplina que descubre o entiende, sino, como lo ha sostenido brillantemente Fernando de Trazegnies, un obrar que crea y que transforma, un arte como la guerra[5].

El segundo factor es la ideología (política, económica, religiosa) del intérprete. La ideología es la forma cómo el intérprete ve el mundo, y es difícil que su visión no impregne, aunque sea mínimamente con trazos casi imperceptibles, el proceso interpretativo de la norma. Un magistrado del Tribunal Constitucional (TC) de tendencia liberal tendrá preferencia por utilizar los métodos gramatical e histórico al momento de interpretar el alcance de las libertades económicas y el principio de subsidiariedad de la actividad empresarial pública previstos en el Título III (del Régimen Económico) de la Constitución Política de 1993, mientras que si el magistrado es de tendencia socialista preferirá una interpretación sistemática que busque relativizar tales libertades y principio rector al concordar el Régimen Económico con lo dispuesto en el art. 1 de la Constitución, que establece que la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y el Estado. La ideología no solo influye sobre el proceso interpretativo, sino en la aproximación del jurista hacia la norma o institución jurídica[6].

El Derecho no es una creación pacífica y lineal, nace siempre dentro del conflicto, surge como una dialéctica en la que las posiciones juegan un papel fundamental[7]. Así, el tercer factor es la existencia misma de litigios o controversias, tanto en sede administrativa como jurisdiccional. Salvo aquellos escenarios de rebeldía o allanamiento, lo natural es que el demandante (o denunciante) sostenga una cosa y el demandado (o denunciado) lo contrario. El abogado del demandante utilizará los métodos de interpretación que favorezcan su causa y citará jurisprudencia, doctrina y legislación comparada que apoyen su tesis. El abogado del demandado hará lo propio. Ambos abogados tratarán de articular un razonamiento coherente y persuasivo.

Dejemos a un lado los casos, que debe haberlos, en los que el abogado defiende una posición que no comparte. Centrémonos en los que la causa del patrocinado guarda sintonía con la posición del abogado, siendo irrelevante si dicha posición ya la tenía con anterioridad al patrocinio o la adquirió al escuchar a su defendido. El hecho es que un abogado que pretende ganar, planteará una buena defensa que sea persuasiva para la autoridad que resolverá el pleito. Lo que suele ocurrir con posterioridad a ello, si es que el abogado es estudioso, vehemente y porfiado, es que no solo saldrá de la controversia convencido de su propia teoría, sino que la defenderá fuera del proceso, por ejemplo, en la cátedra o dando conferencias. Todo el esfuerzo argumentativo y de investigación desplegado al redactar los alegatos en defensa de su patrocinado los volcará luego en la elaboración de artículos o libros académicos, de modo que más allá del litigio, e independientemente de si ganó o perdió el pleito, y más autoconvencido de su propia postura, saldrá a convencer al resto. Y posiblemente luego, cual evangelista de su propia tesis, publicará más artículos o libros actualizando, complementando o fortaleciendo su teoría. El resultado no es otro que la creación de doctrina jurídica. El abogado de la otra parte, si tiene el mismo temperamento y habilidad, hará un ejercicio similar, y entonces seremos testigos de la aparición de dos corrientes doctrinarias antagónicas, nacidas a partir de un pleito administrativo o judicial. Estas nuevas corrientes doctrinarias sustentarán nuevos alegatos y posiblemente formen parte del razonamiento de resoluciones y sentencias emitidas en futuras controversias. La disidencia, convertida en doctrina jurídica, recorrerá bibliotecas, visitará conferencias y tratará de ser acogida en fallos administrativos y judiciales.

(…)


Referencias:

[1]         En un inicio pensamos en limitarnos a las disciplinas jurídicas que nos son más familiares, como el Derecho Constitucional, Administrativo, de la Competencia, del Consumidor, Ambiental, Comunitario Andino y de la Propiedad Intelectual; sin embargo, es bastante probable que la tentación por cuestionar (disentir) académicamente lo que podríamos considerar equivocado nos llevará, esperemos con suerte, a otras materias en este momento insospechadas.

[2]         Por ejemplo, el art. 96 del Estatuto del Régimen Jurídico Administrativo de la Función Ejecutiva del Ecuador de 1994 decía que «Bajo ningún concepto los administradores podrán ser perjudicados por los errores u omisiones cometidos por los organismos y entidades sometidos a este Estatuto en los respectivos procedimientos administrativos, especialmente cuando dichos errores u omisiones se refieran a trámites, autorizaciones o informes que dichas entidades u organismos conocían, o debían conocer, que debían ser solicitados o llevados a cabo. Se exceptúa cuando dichos errores u omisiones hayan sido provocados por el particular interesado.» (Énfasis agregado). [Registro Oficial Nº 411, Año II, Segundo Suplemento, Quito, jueves 31 de marzo de 1994].

          En el texto citado, el término resaltado “administradores” era un error evidente. La norma debía decir “administrados”. Una interpretación adecuada debió advertir el error y corregirlo en el sentido de que donde decía “administradores” (un órgano u organismo de la administración pública) debía entenderse “administrados” (los ciudadanos sujetos a las potestades administrativas de la administración pública).

 Sin embargo, por extraño que parezca, la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Corte Suprema de Justicia del Ecuador, en Sentencia de fecha 29 de octubre de 1999, al resolver un recurso de casación, señaló lo siguiente:

«…cierto es, que al parecer el contenido total de la norma (…) iba dirigida a consagrar un principio doctrinario universalmente aceptado, según el cual el administrado no puede verse perjudicado por una acción indebida o una omisión del administrador, más lamentablemente, quizá por error, el texto legal dice: “Bajo ningún concepto los administradores podrán ser perjudicados…”, por lo que, en consecuencia, tal norma jamás puede ser alegada en su favor por los administrados…» (Énfasis agregado). [Gaceta Judicial, Órgano de la Corte Suprema de Justicia de la República del Ecuador, Año C, Serie XVII, Nº 2, enero-abril 2000, p. 550].

[3] Como afirma Fernando de Trazegnies:

«Al igual que en el amor, el jurista pretende seducir. Si no hay verdades absolutas en Derecho, si la interpretación no nos ofrece una solución única posible, si la lógica sólo nos lleva a mostrarnos un haz de eventuales aplicaciones sin poder escoger entre ellas sobre la base de exclusivamente una deducción, entonces el jurista no puede “demostrar” su pretensión, como lo hacen las matemáticas (…) El jurista tiene que persuadir, tiene que enamorar, tiene que promover la adhesión de otro a su propia posición.»

[Fernando de Trazegnies Granda, Pensando insolentemente – Tres perspectivas académicas sobre el Derecho, primera edición, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2000, p. 156].

[4]         Marcial Rubio Correa, El Sistema Jurídico – Introducción al Derecho, novena edición, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2007, p. 210.

[5]         Fernando de Trazegnies Granda, Op. Cit., pp. 62 y 63.

[6]         Así, por ejemplo, un profesor de Derecho Laboral que profesa el libre mercado advertirá con mayor énfasis que la rigidez laboral fomenta el desempleo, mientras que un profesor de la misma cátedra, pero de una tendencia ideológica opuesta, considerará más importante la protección de los derechos laborales.

[7]         Fernando de Trazegnies Granda, Op. Cit., p. 52.

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