Daniel Valdez
Doctor en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor para la Enseñanza Primaria y Licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Posgraduado en Terapia Cognitiva Posracionalista con la supervisión de Vittorio Guidano (Universidad de Roma). Director del Diploma Superior de Posgrado “Necesidades Educativas y Prácticas Inclusivas en Trastornos del Espectro Autista” de FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales). Profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Fue Profesor invitado del Programa de Doctorado “Desarrollo psicológico, aprendizaje y educación: perspectivas contemporáneas”. Departamentos de Psicología Básica y de Psicología Evolutiva y de la Educación. Universidad Autónoma de Madrid. Miembro Pleno de INSAR (International Society for Autism Research). Autor de diversos artículos y libros especializados en Psicología, Autismo y Educación
En los últimos años se ha hablado de “escuela inclusiva” en reemplazo de “escuela integradora” (ver Valdez, 2009). La idea que abriga este cambio es interesante: no basta con pensar en una escuela que “integre” y “normalice” a los niños y niñas con discapacidad, con la visión subyacente de que “todos somos iguales”. Eso podría suponer que el sistema se propone muy pocos cambios, o ninguno, en cuanto a las propias prácticas educativas, sus valores, la forma de enseñanza, forma de evaluación, forma de distribución de saberes.
Con una transformación mínima o nula, el sistema “asimilaría” a los “diferentes”, sin afectar demasiado la dinámica institucional. “Asimilar” la diferencia, en ese contexto, sería pretender desconocer la diferencia, aplanarla.
Por el contrario, la idea de inclusión supone desde un principio que “todos somos diferentes” y plantea a la escuela el desafío de poner en marcha objetivos, contenidos, sistemas de enseñanza y de evaluación, asumiendo esa diversidad y procurando incluir a todos en el proyecto educativo de la comunidad. Es evidente que esta propuesta precisa de un profundo cambio de mentalidad y valores que exceden a la escuela y que interpelan a toda la sociedad.
En la Conferencia Mundial de Educación celebrada en Jomtien, Tailandia, en 1990, se debate acerca de la “Educación para todos”. Concebir escuelas para todos supone concebir la escuela de las diferencias: una escuela donde lo diverso convive, enriquece e interpela radicalmente el paradigma de la homogeneidad. Aunque parezca una obviedad, aún en el siglo XXI sobrevuela el fantasma de “escuelas para algunos”, lo que supone que la escuela genere sistemas de exclusión para conjurar la diferencia.
Ignorar las diferencias propiciará la construcción segura de experiencias de fracaso para quienes no cuentan con los recursos necesarios para afrontar el reto educativo y se encuentran con desventajas desde el punto de partida. ¿Cómo explicar entonces la persistencia de una pedagogía que se mantiene indiferente frente a las diferencias? O como recuerda Perrenoud, las tiene en cuenta en una proporción absurda.
En este contexto, plantear el problema de la inclusión educativa y la necesidad de contar con “escuelas para todos” supone un desafío de importante complejidad que parece mostrar un horizonte de utopía en la realidad de la región. Diferentes documentos internacionales, foros y organismos han puesto el acento tanto en la dificultad de la empresa como en la urgente necesidad de propuestas de cambio: crear culturas inclusivas; elaborar políticas inclusivas y desarrollar prácticas inclusivas (Foro Educativo Mundial de Dakar, 2000; Declaración de Lisboa, 2007; Conferencia Internacional de Educación, Ginebra, 2008; Foro Europeo de la Discapacidad, 2009).
Por su parte, ya en el año 1994, la Declaración de Salamanca de principios, política y práctica para las necesidades educativas especiales –organizada por el gobierno español en cooperación con la UNESCO y en la que participaron 92 países- instó a la comunidad internacional a concretar los objetivos de una educación para todos, señalando que la escuela común representa el medio más eficaz para combatir las actitudes discriminatorias, crear comunidades que incluyan a todos y contribuir al éxito de la enseñanza. Para ello compromete a los gobiernos a propiciar cambios en las políticas educativas, reasignación de recursos económicos, formación de docentes y la participación de la comunidad, atendiendo a las características de cada región. Es evidente que la perspectiva de las necesidades educativas especiales es superadora de las visiones reduccionistas y tiene efectos políticos y sociales, haciendo blanco no sólo en los niveles “micro” (cambios en la interacción docente-alumno y alumno-alumno, por ejemplo) sino también en los niveles “macro” (procurando comprometer la transformación desde las políticas de Estado).
Subrayamos que las perspectivas “integradoras” quedan en mitad de camino al no ubicar en el escenario del debate, que en la escuela lo común es la diferencia.
Crear culturas, valores y políticas inclusivas
El artículo 24 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas, se centra en la educación inclusiva, en la necesidad de contar con escuelas para todos y en promover los apoyos necesarios para cada persona a fin de contribuir al desarrollo pleno a lo largo del ciclo vital.
Los apoyos para la comunicación se mencionan de manera explícita para que el multiverso de los signos dé lugar a la construcción del sentido en tanto que disminuye las barreras a la participación.
En esa dirección es preciso señalar que en el dispositivo educativo, la negociación de significados y sentidos se hace primordial si el objetivo es construir un espacio de comprensiones compartidas entre profesores y alumnos. Dicha negociación supone conocer y respetar los significados y sentidos de los otros, reconocer las diferencias y valorarlas como un factor de enriquecimiento del proceso de enseñanza y aprendizaje. En todo caso, es el adulto el responsable de hallar los instrumentos de mediación semiótica más adecuados para la construcción de contextos mentales compartidos, tanto desde la gestión directiva como en su práctica docente. (Valdez, 2007, 2009)
El estudio temático sobre el derecho de las personas con discapacidad a la educación (Naciones Unidas, 2013) examina la educación inclusiva como medio para hacer efectivo el derecho universal a la educación, también para las personas con discapacidad. Se resaltan las buenas prácticas y se consideran las dificultades para la inclusión, señalando las perspectivas discriminatorias y estigmatizantes que promueven la exclusión, la segregación o la integración.
Es evidente que el proceso de cambio supone una reorganización significativa de las escuelas. Los documentos internacionales sobre educación (citados previamente) y sobre los derechos del niño concurren en esa dirección: la necesaria intervención en varios niveles: culturas, políticas, valores y prácticas inclusivas (Ainscow, Booth y otros, 2000/2002)
Crear culturas inclusivas implica la creación de una comunidad escolar segura, acogedora, colaboradora y estimulante, en la que cada uno es valorado y reconocido. Pretende desarrollar valores inclusivos, compartido por los profesores, los alumnos y las familias. Los principios derivados de esta cultura escolar son los que guian las decisiones de cada escuela, para apoyar el aprendizaje de todos a través de un proceso continuo de innovación pedagógica e institucional.
Elaborar políticas inclusivas supone desarrollar una escuela para todos y organizar los apoyos necesarios para atender a la diversidad. La inclusión, desde esta perspectiva, implica el desarrollo pleno de la escuela, involucrando todas las políticas para que mejore el aprendizaje y la participación de todo el alumnado. Los profesores han de ser protagonistas principales de este proceso en tanto fuentes de apoyo privilegiadas para el aprendizaje de todas las alumnas y alumnos.
Desarrollar prácticas inclusivas implica, para los autores, orquestar el proceso de aprendizaje y movilizar los recursos necesarios para disminuir las barreras al aprendizaje y la participación. Se pretende que las actividades del aula y las actividades extraescolares alienten la participación de todos los alumnos y alumnas, teniendo en cuenta sus conocimientos extraescolares y sus valores culturales y familiares. En la escuela deberían reflejarse la cultura inclusiva y las políticas inclusivas mencionadas más arriba. En esta dimensión se vehiculizan todos los apoyos necesarios para evitar el fracaso y la exclusión.
Es evidente que el trabajo y la transformación en estas tres dimensiones simultáneas de intervención lleva un largo proceso de construcción en equipos interdisciplinarios.
Ayudas para aprender
El movimiento hacia la educación inclusiva exige la reestructuración de las escuelas para responder a las necesidades de todos los niños (Ainscow, 2007). Son necesarios una serie de cambios metodológicos y organizativos que incluyen la formación de los propios docentes para la atención de la diversidad al tiempo que se reorganizan las propias instituciones educativas con el fin de garantizar una enseñanza de calidad.
El Índice de Inclusión (2000/2002) –realizado por el Centro de Estudios en Educación Inclusiva del Reino Unido y la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe- ofrece una caracterización de la educación inclusiva:
- La inclusión en educación implica procesos para aumentar la participación de los estudiantes y para reducir su exclusión, en la cultura, los currícula y las comunidades de las escuelas.
- La inclusión implica reestructurar la cultura, las políticas y las prácticas de los centros educativos para que puedan atender la diversidad del alumnado de su localidad.
- La inclusión se refiere al aprendizaje y la participación de todos los estudiantes vulnerables de ser sujetos de exclusión, no sólo aquellos con discapacidad o etiquetados como “con Necesidades Educativas Especiales”.
- La inclusión se refiere al desarrollo de las escuelas, tanto del personal como del alumnado.
- La preocupación por superar las barreras para el acceso y la participación de un alumno en particular puede servir para revelar las limitaciones más generales de la escuela a la hora de atender a la diversidad de su alumnado.
- Todos los estudiantes tienen derecho a una educación en su localidad.
- La diversidad no se percibe como un problema a resolver, sino como una riqueza para apoyar el aprendizaje de todos.
- La inclusión se refiere al refuerzo mutuo de las relaciones entre los centros escolares y sus comunidades.
- La inclusión en educación es un aspecto de la inclusión en la sociedad.
En el citado documento, el concepto de “necesidades educativas especiales” es sustituido por el término “barreras para el aprendizaje y la participación”. En ese contexto, la inclusión implica identificar y minimizar las barreras para el aprendizaje y la participación, poniendo en marcha todos los recursos necesarios para favorecer ambos procesos. Las barreras, al igual que los recursos para reducirlas, se pueden encontrar en todos los elementos y estructuras del sistema: dentro de las escuelas, en la comunidad, y en las políticas locales y nacionales.
El uso del concepto “barreras al aprendizaje y la participación” para definir las dificultades que experimenta el alumnado, implica un modelo social y contextual respecto de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Estas barreras que pueden limitar las posibilidades de aprendizaje y la participación de los alumnos o conducir a la exclusión y discriminación, pueden ser diversas y estar relacionadas con la oferta curricular, la gestión escolar, las estrategias de aprendizaje que se utilizan en el aula, entre otros factores que pueden favorecer o dificultar el desarrollo y aprendizaje de los alumnos en el proceso educativo. (Valdez, Gómez y Cuesta, en prensa)
Para este modelo, las barreras al aprendizaje y la participación “surgen de la interacción entre los estudiantes y sus contextos; las personas, las políticas, las instituciones, las culturas, y las circunstancias sociales y económicas que afectan a sus vidas”. En tal sentido, las escuelas tendrían el gran desafío de reducir considerablemente las discapacidades debidas a las barreras de acceso y de participación físicas, personales, sociales e institucionales.
De lo que se trata, es de romper la indiferencia a las diferencias, de favorecer a los menos favorecidos de manera activa, legítima y explícita, no solamente en nombre de la igualdad de oportunidades sino de la justicia curricular.
La escuela es el reino de la diversidad. Cada alumno puede necesitar en diferentes momentos y ante diferentes retos de aprendizaje, distintos tipos de ayuda.
Ilustra esta situación el conocido cuento acerca de la escuela de los animales. Frente a diversos animales, como un pato, un elefante, un mono, un pez, un gorrión y una foca, el profesor les dice que para que la selección sea igualitaria, todos deberían hacer el mismo examen: subir a un árbol. La igualdad en esta historia no es necesariamente amiga de la justicia…
Es Robert Connell (1997) quien desarrolla el concepto de “Justicia curricular”, subrayando que todos/as, en la diversidad más plena, deberían estar expresados en el curriculum:
“La justicia curricular es el resultado de analizar el currículo que se diseña, pone en acción, evalúa e investiga tomando en consideración el grado en el que todo lo que se decide y hace en las aulas es respetuoso y atiende a las necesidades y urgencias de todos los colectivos sociales; les ayuda a verse, analizarse, comprenderse y juzgarse en cuanto a personas éticas, solidarias, colaborativas y corresponsables de un proyecto más amplio de intervención sociopolítica destinada a construir un mundo más humano, justo y democrático” Jurjo Torres, 2011: 24.
¿Podrá el sistema educativo abrigar el sueño de la inclusión? Educación inclusiva no como construcción discursiva de lo políticamente correcto sino como praxis frente a la lógica de la segregación y la exclusión. Es el gran desafío de la agenda educativa actual para construir un mejor futuro.