Hector Jesús Huerto Vizcarra
Bachiller de la especialidad de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú y Magíster en Estudios Latinoamericanos con mención en Política de la Universidad de Salamanca de España, con más de ocho años de experiencia en la docencia universitaria, de desarrollo de proyectos de fomento a la lectura, edición de libros y desarrollo de bibliotecas digitales. Actualmente es presidente de la Asociación por la Cultura y la Educación Digital (ACUEDI) y director de la revista de fantasía, ciencia ficción y terror Relatos Increíbles.
La muerte de Abimael Guzmán ha reabierto un debate que había quedado trunco. Sobre el mismo, importa hacer una serie de precisiones sobre el proceso histórico del desarrollo de la violencia desatada por los grupos subversivos (Sendero Luminoso y el MRTA) y el Estado (Policía y Fuerzas Armadas).
Si bien es cierto, la enorme desigualdad social y económica fue fundamental para impulsar a un grupo de peruanos de alzarse en armas para capturar el poder político, fue la decisión de Sendero Luminoso —de utilizar la violencia como herramienta política— la acción clave del inicio del conflicto, tal como lo señalara en su momento la Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Esta decisión viene de una praxis ideológica muy presente en la izquierda marxista de entonces, pero cuya vertiente en la historia peruana no es únicamente de índole marxista. Se podría decir que existe una tradición revolucionaria peruana desde inicios del siglo XX con la irrupción en la escena política del APRA. En una entrevista dada a Thorndike, el líder histórico del APRA, Armando Villanueva del Campo, afirmó rotundamente que ellos hicieron la revolución de acuerdo con el «libro» que habían leído. Si hubieran leído otro – cito aquí de memoria – quizá la revolución la habrían llevado a cabo de forma distinta.
Las intrigas de golpe de Estado que caracterizaron al APRA de la primera mitad del siglo XX fueron una de las principales estrategias de llegar al poder. Esto implicaba la formación de un brazo armado dentro del partido, pero sobre todo las negociaciones con distintos sectores claves del país como eran las fuerzas armadas y policiales, que eran los elementos claves para asegurar éxito de esos planes. Aunque finalmente no lograron llegar al poder de ese modo, dejaron una estela también marcada por la violencia. Basta recordar la revolución de Trujillo de 1932 y la frustrada intentona de 1948.
No obstante, hay que recalcar que la violencia no viene solo de los grupos insurgentes o revolucionarios. De hecho, desde los inicios de la república, el Estado peruano ha sido estructurado en base a los intereses de un sector minoritario de la población. Y no me refiero a una «elite» en particular, porque su composición a lo largo de nuestra historia republicana ha ido variando con el tiempo.
Esto ha implicado el desarrollo de una violencia estructural, simbólica y a veces mortal contra los sectores mayoritarios de la población, principalmente indígenas, quienes se han visto desprovistos de una serie de derechos y beneficios a costa de los intereses del grupo dominante de turno. En ese sentido, conviene preguntarnos cómo podemos hacer para detener este ciclo de violencia que parece de nunca acabar.
Si no desterramos la violencia de la vida política del país, esta volverá a cernirse sobre nuestro futuro próximo cubierta por mantos ideológicos diferentes. Para ello, la tolerancia y el espíritu crítico son dos herramientas fundamentales que debemos tomar en cuenta.
Foto: Cossio, J. (2016), Rupay. Revista Diners.
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